El último barómetro del CIS señala, como una de las principales
preocupaciones de la ciudadanía española, el descontento y la desconfianza
respecto a la clase política. Los reiterados incumplimientos de los programas
políticos, la demagogia que recorre la mayoría de los discursos y, sobre todo,
la lamentable gestión de una crisis que estamos pagando quienes no tuvimos
ninguna responsabilidad, han puesto sobre la mesa una desafección que, como
país democrático, debería preocuparnos.
Si quienes se dedican a la política son modelos que deberían
dar ejemplo, una se pregunta qué niveles de tolerancia existen en nuestra
sociedad para que estemos asistiendo a prácticas vergonzosas y vergonzantes,
prácticas que, sin duda, nos ayudarán a entender ese divorcio entre la calle y
el parlamento. La realidad más reciente nos ofrece un poderoso ejemplo.
José Manuel Castelao, ex Presidente del Consejo General de
la Ciudadanía en el Exterior, ha durado en su cargo apenas una semana. Este
político con experiencia parlamentaria –al que suponemos iniciado en el arte de
la retórica política, promovió –durante una reunión de trabajo– el falseamiento
de una votación argumentando que “las leyes son como las mujeres. Están para
violarlas”. Alguien debió indicarle que no quedaba otra que dimitir aunque oficialmente
lo ha hecho por razones personales y no por su intolerable comentario.
Existe una cuestión clara: nadie exclama exabruptos
puntuales sobre determinados asuntos si su pensamiento no los tolera de alguna
manera. Quienes trabajan para mejorar la vida de las personas extranjeras nunca
podrán hacer un chiste xenófobo, quienes creen en la igualdad de género jamás
usarán frases sexistas, mucho menos en espacios formales y de toma de decisión.
Simplemente es imposible porque sus marcos de referencia, los que guían
las actuaciones de los individuos, lo hacen incompatible.Nadie que considere los derechos de las mujeres como equivalentes a los de los varones puede utilizar una insoportable y violenta enunciación como la que escupió el señor Castelao, quizá considerándose muy divertido o inteligente. El lenguaje es el soporte del pensamiento. Excepto cuando hacemos un ejercicio consciente de ocultación de intenciones, cada vez que abrimos la boca nos situamos ante quien escucha. Cuando llegamos a un aula, como es mi caso, y nos dirigimos al alumnado de forma inclusiva, el auditorio nos sitúa rápidamente. Lo mismo ocurre cuando usamos determinadas expresiones o cuando adornamos nuestra oratoria con unos chascarrillos u otros. El lenguaje nunca es inocente, tampoco neutro. Está recorrido por la ideología de quien habla y por su posición en el mundo.
Insisto, nadie que considere a las mujeres como la mitad de la humanidad –con los mismos derechos, con la misma dignidad, puede tener un lapsus linguae de ese tipo porque es incompatible con la inteligencia. No fue un error, fue un ejercicio consciente de misoginia y machismo al que es muy probable que el sujeto esté acostumbrado. Los comentarios que nos resultan intolerables simplemente no forman parte de nuestro pensamiento y mucho menos de nuestro verbo.
Aparte del hecho, realmente preocupante en un político, de la consideración que tiene el señor Castelao sobre la ley que debe regirnos a la totalidad de la ciudadanía –pues, según dijo, no hay porqué respetarla cuando no conviene, es útil pensar sobre el potencial de violencia simbólica que contiene en relación a las mujeres: el desprecio por su capacidad de decisión y autonomía, por su integridad y por su derecho a vivir sin violencia revela en qué sitio se encuentran todavía muchas personas de las que hubiéramos pensado que habían interiorizado la democracia.
La democracia, para algunos y algunas, todavía es un ente
abstracto que no incluye a las mujeres en la misma medida. El bochornoso
incidente del señor Castelao nos recuerda, a toda la sociedad, que la igualdad
no se ha conseguido. Incluso que para algunas personas es bueno no alcanzarla.
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